jueves, 25 de febrero de 2010

Por la boca muere el pez

¡Qué tía más imbécil!, pensó. Era de esas personas que tienen la costumbre de poner más atención en las conversaciones ajenas que en las propias. Disfrutaba mucho captando discursos elocuentes, sustanciosos pero también le gustaba toparse con los males ajenos que la consolaban; lo que no toleraba era la estupidez humana, era algo que le irritaba profundamente. Aun así se sentía atraída por la simpleza de algunos diálogos y es que las opiniones expresadas desde la ignorancia adquieren un tono surrealista, absurdo que resulta cómico.
Pero esta vez, su oído se había detenido en la voz de alguien que parecía esforzarse por decir bobadas. No sólo era lo que decía sino cómo lo hacía. Se expresaba con pesadez, con una pedantería que no hacía más que recalcar su incultura. Absorta como estaba en la conversación, no fue hasta que alzó la vista y se miró en el espejo cuando fue consciente de que la verborrea provenía de su boca; se llevó tal susto que enmudeció.

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