lunes, 17 de febrero de 2014

Historia de un cuerpo

El cuerpo descansaba en la camilla, esperando su intervención. Llevaba años trabajando en la morgue del hospital pero a ese tipo de trabajos uno no se acostumbra nunca. Cada día suponía un cara a cara con la muerte: muerte natural, muerte por accidente, muerte súbita, muerte violenta. Imaginaba que sus pacientes seguían con vida y los trataba con la misma delicadeza con que lo haría con los vivos, como si sus cuidados pudieran reanimarlos. Mojó la esponja y la escurrió metódicamente y se acercó al cuerpo por el lado derecho. Siempre empezar por el lado derecho. Se trataba de una mujer joven, no debía de llegar a los treinta. Con la mano izquierda le sujetaba la muñeca y con la derecha le pasaba minuciosamente la esponja por la palma. Tenía unos dedos largos y estilizados y unas uñas cuadradas. Esos detalles revelaban la personalidad de los cuerpos desnudos, pensaba. Así es cómo él reconocía y adivinaba a las personas: por sus cicatrices, sus lunares, su manicura. Siguió con el antebrazo deslizando la esponja hasta el hombro redondo y se detuvo justo en el final de la clavícula. Tenía una piel suave, todavía elástica. La luz de la lámpara de operaciones no distorsionaba su color. Había belleza en la muerte, en la serenidad de los cuerpos que ya no eran. Eso era algo que su trabajo le había enseñado y lo consideraba un privilegio que muy pocos tenían. Se reservó la tarea de peinarle y limpiarle la cara para el final.

No soporta el reflejo que le devuelve el espejo del cuarto de baño del restaurante. Ni siquiera es pena, es asco. No acepta ese reflejo. Nunca le ha pertenecido. Los ojos, la nariz, la boca, no son suyos. No los quiere. Puede hacerlo, está en su derecho, es su vida y puede despreciarla. Se mete un raya bien larga y qué bien sienta. Mucho mejor ahora.
 Vuelve a la mesa y habla con el tipo que tiene en frente. Acabará tirándoselo, es lo que él quiere y a ella le da igual. Su cuerpo no le pertenece, tampoco lo quiere. Una copa y otra raya en el baño. Otra copa y una raya en el bar. Así, ya casi no siente nada. Quiere otra copa.
Están en casa del tío, en su habitación, eso parece. Le está metiendo mano pero casi ni lo nota. La piel le hormiguea. Unas manos se deslizan sobre sus brazos, ve cómo pasan por los antebrazos hasta los hombros pero no las siente. “Qué suave eres”. Siente náuseas.
 Se tropieza de camino al baño. Se moja la cara y el rímel se corre. Ya casi ha conseguido borrar su imagen. Está a punto de desaparecer. Un par de tiros más y se acaba.
Un par de copas más, un par de tiros más, un poco más, un poco más.

Se inclinó sobre el rostro inmóvil. Le había cerrado los ojos para poder limpiarle las pestañas y los párpados casi transparentes. Con la punta de un algodón recorría las facciones y retiraba los restos de polvo blanco de debajo de la nariz. Le cepilló el pelo con cuidado y le acarició el óvalo de la cara, la frente ancha y la barbilla estrecha. Un rostro hermoso. Los rostros libres ya de dolor se volvían extrañamente hermosos cuando el corazón dejaba de latir. Se detuvo en los labios que empezaban a amoratarse, fríos. Los besó.