lunes, 10 de noviembre de 2014

Yerma

La sala de espera de la clínica era de color crema, a diferencia de los hospitales públicos que son blancos. Miguel, desde que se habían sentado, no había soltado su móvil. Laura hojeaba una revista de maternidad y de vez en cuando levantaba la vista para escudriñar la tripa de la embarazada que tenía enfrente.  Esperaban los resultados de la prueba que confirmase su infertilidad. Laura no quería hacérsela, pero Miguel había insistido como si una prueba más pudiese cambiar algo. Laura no necesitaba ninguna confirmación. El otoño había llegado y su cuerpo no había sufrido ningún cambio. Esa misma mañana se había puesto de perfil frente al espejo, como venía haciéndolo los últimos meses, y su tripa seguía plana, seca. Laura puso la mano encima de su vientre y acarició la lana de su jersey. -Ya llevamos esperando más de media hora.-dijo Miguel mientras ponía su mano encima de la de Laura. Ella miró el reloj de pared que estaba encima de la puerta de la salita: eran las doce y media. Fuera la recepcionista no parecía tener mucho que hacer. "Sala de espera -pensó Laura-, en estos sitios parece que el tiempo se detiene". Las esperas se le hacían eternas. 
 Cuando Laura era niña, su madre solía retrasarse cuando era ella y no su padre quien iba a recogerla al colegio. Nunca pasaban más de quince minutos pero se impacientaba y la esperaba en la salida, junto a la verja, para que la viera nada más llegar. Luego se iban de la mano y Laura le pedía que se la agarrara bien fuerte.
Miguel sujetaba la mano de Laura y jugaba con sus dedos mientras seguía concentrado en la pantalla de su teléfono. Miguel era alto, incluso sentado destacaba, pero su altura no intimidaba. Tenía los ojos muy claros, mirados de perfil eran completamente transparentes. Laura, ahora, los miraba fijamente pero él parecía no darse cuenta. 
-¿Señora Avellaneda?-dijo una enfermera asomándose a la puerta. Laura se levantó, agarró su bolso con fuerza, se colgó la chaqueta del antebrazo y se dirigió hacia la enfermera de pelo corto. Miguel la siguió. 
 Les dejaron esperando en la consulta del doctor, sentados al otro lado de una mesa de pino, enfrente de una silla de cuero negro encuadrada entre varios diplomas que colgaban en la pared. El médico no tardó en aparecer con varios papeles en la mano. No llevaba la bata blanca abrochada y dejaba entrever su ropa oscura. Se sentó en su silla, dejó los papeles sobre la mesa y apoyando los codos cruzó las manos. Los resultados de las pruebas no eran positivos. Confirmaban que Laura no podría tener hijos. Laura miró a la ventana que había a su izquierda, Miguel la miró a ella y volvió a mirar al doctor. Cuando terminó de hablar se despidieron del doctor con un apretón de manos y salieron de la consulta en silencio. Laura le dijo a Miguel que necesitaba salir fuera y le pidió que se ocupara del papeleo con el seguro médico. 
Afuera, en la calle, hacía frío y apenas quedaban hojas en los árboles. El cielo estaba nublado y parecía que era más tarde. Laura contrajo los hombros y colocó sus manos debajo de los brazos. En la acera de enfrente había un parque donde jugaban unos niños con sus gorros y sus bufandas. Ella había tenido un gorro y una bufanda azul marino que le compró su madre. "Para cuando vengas a verme."-le había dicho.
Miguel salió y le pasó el brazo por encima del hombro, se dirigieron a su coche y se detuvieron justo delante. Laura se dejó abrazar por Miguel, con la cabeza hundida en el pecho de él y los brazos colgándole a cada lado del cuerpo. No levantó la cabeza para mirarle y con delicadeza se deshizo del abrazo. 
-No te preocupes, estoy bien. Vuelve al trabajo, yo me iré a casa a descansar un rato. -Laura sonaba convincente. Miguel no quiso insistir, con ella nunca funcionaba.
-¿Quieres que te acerque? 
-No, prefiero pasear un poco. 
Miguel se metió en el coche y se despidió sacando la mano por la ventanilla. Laura se quedó mirando como el coche se hacía cada vez más pequeño hasta desaparecer. Se dio media vuelta y se puso a caminar en dirección a su casa. Al llegar a casa, Laura se sentía cansada. El paseo había sido más largo de lo previsto. Se sirvió un vaso de agua en la cocina y se desplomó en el sofá. Se quedó un rato inmóvil mirando el teléfono que había encima de la mesita de apoyo junto al sofá y que no sonó. Descolgó el auricular y marcó un número. 
-¿Diga?
-Es todo culpa tuya.- Laura colgó antes de que pudieran contestar. 
Se dirigió a su habitación, sacó una maleta de viaje del armario, la puso encima de la cama y empezó a llenarla con sus cosas. 

jueves, 12 de junio de 2014

La alberca

Había invitado a Ana a pasar unos días con ellos. Carlos y ella habían alquilado una casita blanca de paredes encaladas que les resguardaban de los rayos de sol, intensos en aquella época
del año. Pese a estar ubicada cerca de la playa, la casa tenía en la parte trasera del jardín una
alberca que hacía las veces de piscina. Los dueños la habrían construido muy probablemente
porque, en aquella zona, había muchos días de fuerte viento en los que la playa resultaba
impracticable. La arena se levantaba y se clavaba como alfileres. El jardín de la casa no estaba
muy cuidado, no podría decirse que fuera bonito pero contaba con un par de olivos estratégicos
que ofrecían su sombra en las horas clave. Habían colocado un par de sillas de lona bajo los
árboles, una junto a la otra, donde pasaban las horas leyendo, Carlos y ella, interrumpiendo sus
lecturas para darse un chapuzón, dirigirse alguna palabra afectuosa o comer algo. Eran días de
cigarras y calma chicha, de dolorosa tranquilidad. Le observaba y se observaba desde fuera y se
preguntaba cómo iba a encajar Ana en aquella estampa.

No sé si me he precipitado al invitar a Ana a pasar unos días con nosotros.
Siempre te pasa lo mismo. Te encanta organizar reuniones, invitar a gente a casa y cuando se
acerca la fecha empiezas a ponerte nerviosa.
Ya, pero tú no la conoces mucho. Sólo la has visto una vez y no fueron ni cinco minutos.
Pero es amiga tuya y me has hablado mucho y bien de ella.

Sí que le había hablado de ella. Le había contado cómo le había impresionado cuando se
conocieron, tan inteligente, tan confiada, tan acertada en todo lo que decía. Cuando Ana te
hablaba te entraban unas ganas enormes de vivir, entonces todo merecía la pena. Carlos sabía que por ella empezó a trabajar en la editorial y que la había ayudado en su carrera de traductora, que además de divertida, era muy atractiva y que sabía usarlo aún sin ser consciente del todo, y eso había jugado en su contra alguna vez. No le había contado que la envidiaba sólo porque Ana era de verdad. Era guapa sin artificios y culta sin esforzarse. Lo que en boca de otros resultaba impostado, ajeno, en ella sonaba natural porque seguramente era así. Las ideas se le pegaban a la piel. Ella en cambio no era brillante o, al menos, no había hecho nada que lo demostrase. La inminente visita de Ana se lo recordaba.

¿Qué te pasa que llevas dos horas callada y no has pasado de página?
No me pasa nada– y se fue a la cocina a servirse una copa de vino.

Volvió al jardín con otra copa para Carlos y la botella de vino en la misma mano. Empezaba a
atardecer.

¿Ya se te ha pasado el mal humor?
Me apetece emborracharme. Hace mucho que no lo hacemos.–y se acabó de un trago el resto
de vino que quedaba en su copa para servirse otra.
Voy a preparar algo de comer. No es bueno beber con el estómago vacío.

Carlos se levantó, le acarició la cabeza con un gesto paternal y desapareció dentro de la casa.
Era muy bueno con ella. El más bueno de todos. En cambio nadie era lo suficientemente bueno para Ana. Era la verdad.
El sol ya se había puesto cuando Carlos volvió con la cena pero el calor no dejaba de apretar.

 –No tengo hambre. Anda, vamos a bañarnos.–dijo mientras se zambullía en el agua de un
salto.

Él la siguió. El vino empezaba a hacer efecto en ella. Cerró los ojos. Los labios mojados de Carlos la besaban, y en su boca se colaba el sabor metálico del cloro. Las manos ásperas de Carlos se volvían suaves y femeninas con la humedad. El cuerpo pesado y masculino era, en el agua, ágil y escurridizo como el de Ana. Recordaba su menudez -le sorprendió mucho la primera vez que durmieron juntas el espacio insignificante que ocupaba en la cama-, los pechos pequeños, con la carne firme apretada contra los huesos estrechos. Como si toda la belleza se concentrara en los detalles de su cuerpo. Un cuerpo sutil, una belleza inteligente. Había admiración y había deseo. Y si Ana lo había notado alguna vez. Si lo había notado por qué no le había dicho nada. Eran más que amigas, eran cómplices. Luego dejaron de verse. Carlos la tenía contra la pared. Le sujetaba la cintura con un brazo y con la mano libre le quitaba las bragas. Sintió cómo Carlos se clavaba entre sus riñones y toda ella se deshacía por dentro, como el barro en el agua.

Los rayos de sol le atravesaban los párpados y le dolía la cabeza. No recordaba haberse metido
en la cama. Era tarde, no podía quedarse más tiempo durmiendo o echaría el día a perder.
Hundió la cara en la almohada que olía a humedad.

Ha llamado Ana. Como no te despertabas y ha llamado varias veces he cogido yo. Dice que
no va a poder venir. Que lo siente mucho pero que se le ha complicado el trabajo.
Igual es mejor así. Estamos muy tranquilos.

Carlos le dio un beso distraído en la coronilla y dejó que se acabara sola el café y el primer
cigarro del día. Luego se encerró en el baño y rompió a llorar con cuidado de que Carlos no la
oyera. Qué mierda le pasaba. Era feliz. Sonó la alarma del móvil recordándole que tenía que tomarse la píldora. Abrió su neceser y sacó el blíster con las pastillas anticonceptivas. Quedaban siete, ocho con la que tenía en la mano. Se la quedó mirando, pequeñísima y rosa. La tiró por el desagüe del lavabo.


lunes, 14 de abril de 2014

Infancia

Siempre he sido una persona callada, de niño ya lo era. En mi casa el silencio era una constante, supongo que me contagié. Recuerdo que cuando llegábamos a casa, yo todavía cargaba con el bullicio y la excitación del colegio, pero mi hermano mayor metía las llaves en la puerta y en seguida me empapaba de la quietud que se respiraba al entrar. El único sonido que nos recibía era un reloj de péndulo que se pasaba toda la tarde sonando y oscilando de un lado a otro. Muchas veces me quedaba sentado frente al reloj y miraba cómo las manecillas hacían pasar las horas. Mi hermano que es cinco años mayor que yo se encerraba en su habitación y mi padre sólo salía de su despacho para asegurarse de que habíamos llegado bien. “Tu madre está enferma y necesita descansar. Pórtate bien y no hagas ruido.” Y sin poder hacer ruido las tardes eran eternas. Cuando no me quedaba frente al péndulo, me gustaba hacer rodar los coches de juguete una y otra vez en el marco de la ventana de mi habitación. Los hacía subir y bajar y después bajar y subir, mientras poco a poco me quedaba a oscuras. Desde mi ventana podía ver cómo el sol arrastraba el día detrás de la montaña. Creo ya nunca he vuelto a ser tan consciente del paso del tiempo. Recuerdo que todo pasó muy rápido. Estaba en mi habitación y oí un lamento. Mi padre entró de golpe en mi habitación, me cogió de la mano y mi hermano y yo estábamos en el coche. A los pocos segundos bajó con mi madre en los brazos. Sangraba. Sangre, gemidos y acelerones. Paredes blancas y olor de hospital. Las sillas de plástico gris de la sala de espera. Más silencio al llegar a casa.

lunes, 17 de febrero de 2014

Historia de un cuerpo

El cuerpo descansaba en la camilla, esperando su intervención. Llevaba años trabajando en la morgue del hospital pero a ese tipo de trabajos uno no se acostumbra nunca. Cada día suponía un cara a cara con la muerte: muerte natural, muerte por accidente, muerte súbita, muerte violenta. Imaginaba que sus pacientes seguían con vida y los trataba con la misma delicadeza con que lo haría con los vivos, como si sus cuidados pudieran reanimarlos. Mojó la esponja y la escurrió metódicamente y se acercó al cuerpo por el lado derecho. Siempre empezar por el lado derecho. Se trataba de una mujer joven, no debía de llegar a los treinta. Con la mano izquierda le sujetaba la muñeca y con la derecha le pasaba minuciosamente la esponja por la palma. Tenía unos dedos largos y estilizados y unas uñas cuadradas. Esos detalles revelaban la personalidad de los cuerpos desnudos, pensaba. Así es cómo él reconocía y adivinaba a las personas: por sus cicatrices, sus lunares, su manicura. Siguió con el antebrazo deslizando la esponja hasta el hombro redondo y se detuvo justo en el final de la clavícula. Tenía una piel suave, todavía elástica. La luz de la lámpara de operaciones no distorsionaba su color. Había belleza en la muerte, en la serenidad de los cuerpos que ya no eran. Eso era algo que su trabajo le había enseñado y lo consideraba un privilegio que muy pocos tenían. Se reservó la tarea de peinarle y limpiarle la cara para el final.

No soporta el reflejo que le devuelve el espejo del cuarto de baño del restaurante. Ni siquiera es pena, es asco. No acepta ese reflejo. Nunca le ha pertenecido. Los ojos, la nariz, la boca, no son suyos. No los quiere. Puede hacerlo, está en su derecho, es su vida y puede despreciarla. Se mete un raya bien larga y qué bien sienta. Mucho mejor ahora.
 Vuelve a la mesa y habla con el tipo que tiene en frente. Acabará tirándoselo, es lo que él quiere y a ella le da igual. Su cuerpo no le pertenece, tampoco lo quiere. Una copa y otra raya en el baño. Otra copa y una raya en el bar. Así, ya casi no siente nada. Quiere otra copa.
Están en casa del tío, en su habitación, eso parece. Le está metiendo mano pero casi ni lo nota. La piel le hormiguea. Unas manos se deslizan sobre sus brazos, ve cómo pasan por los antebrazos hasta los hombros pero no las siente. “Qué suave eres”. Siente náuseas.
 Se tropieza de camino al baño. Se moja la cara y el rímel se corre. Ya casi ha conseguido borrar su imagen. Está a punto de desaparecer. Un par de tiros más y se acaba.
Un par de copas más, un par de tiros más, un poco más, un poco más.

Se inclinó sobre el rostro inmóvil. Le había cerrado los ojos para poder limpiarle las pestañas y los párpados casi transparentes. Con la punta de un algodón recorría las facciones y retiraba los restos de polvo blanco de debajo de la nariz. Le cepilló el pelo con cuidado y le acarició el óvalo de la cara, la frente ancha y la barbilla estrecha. Un rostro hermoso. Los rostros libres ya de dolor se volvían extrañamente hermosos cuando el corazón dejaba de latir. Se detuvo en los labios que empezaban a amoratarse, fríos. Los besó.

jueves, 16 de enero de 2014

Herejía

Muchedumbre teñida de rojo. Centuriones centelleantes me ciegan. Espinas que atraviesan mi cabeza y apagan mi conciencia. No olvides quién eres. Redentor. Está escrito. ¡Salud, rey de los judíos! Aúllan. Rey de los judíos. Rey de los judíos. Perros, perros, malditos perros que habéis preferido a Barrabás. Perdóname. Perdón, perdón, perdón. Perdónales, Señor. Sólo veo bestias. Desfigurados. Aquelarre. Iscariote, traidor. Esta cruz es tu destino. Entre ladrones. No, no, no debo. El perdón es el único camino. Misericordia. Perdón. Un rostro humano entre la multitud. María de Magdala. Sus pechos de mármol, sus caderas de nácar. No llores, Magdalena, el Padre me espera. El Cielo me espera. Cielo teñido de ceniza. Salvación. Pronto, pronto, ya pronto. Treinta y tres años. La eternidad. La eternidad sin Magdalena. La soledad. Nuestra condena. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Aguijones en mi garganta sin voz. Sabor a hiel y a sal. Moriré en este valle de lágrimas sin esperanza. Magdalena. Manos de terciopelo. ¿Dónde está mi fe? Ninguna vida vale la de otro. Fe. Fe. Fe. Yo creo, yo creo. Lo veo. Lo veo. Veo. No veo. Caigo. No veo nada. Tinieblas. Lenguas de fuego. Fuego. Me arden las manos. Los pies me hierven. El corazón se enfría. Frío metal. Señor, dame fuerzas. Fuerzas. Fuerzas. Coraje. Rey de reyes. No, no, no, no. ¡No! Por favor. Sólo soy un hombre. He mentido. Me he mentido. Es todo mentira. Un hombre cualquiera. Siempre lo fui. Un hombre perdido. Un pecador. Un falso que teme a la muerte. No soy nadie. Un rey cobarde. Piedad. Ven a salvarme, padre. Padre, padre. Muero. Señor. Señor, ¿dónde estás? Una señal. Nada. La nada. No hay nada. Nada y la nada. Y la nada. Nada. Nada. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Nada.

jueves, 2 de enero de 2014

Et puis je fume


"Fumo porque me da la gana." Edith no quiere ser buena. No quiere oír hablar de los límites que la bondad le impone. No será buena hija, ni buena madre, ni buena amante, ni buena esposa. Es humana y no se lo perdona. Ha fallado demasiadas veces y tiene la certeza de que volverá a ocurrir. La profecía se cumple, piensa. He matado hasta a mi sombra. Seguramente empecé a fumar para tener luz propia, la de un perenne cigarrillo en mi boca.
Tiene las manos manchadas de sangre y nicotina. Bañera, cuchillas y un cigarrillo incandescente.
Et puis je fume.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Ruleta rusa

Le cuesta salir de la cama. Todos los días, sea lunes o domingo. Ha probado distintos antídotos: desde una dudosa y tardía vocación, pasando por hartarse de pena y de gloria, hasta procurar el bien y el mal ajeno. Cuando uno descubre que va a morir -y de eso hace ya un tiempo- todo lo anterior no sirve de nada.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Un muerto

Allí estaba su muerto: una masa de carne inerte y un rostro sin músculos. Habían desaparecido las pupilas inquisidoras, la barba otrora suave y blanca se había convertido en grises púas, y la piel estaba cubierta por una pátina de cera y ceniza. Razones para creer que el alma nos abandona. Ese no era su padre, había llegado tarde, no quedaba nada de lo que despedirse. Y entonces quiso recordarle, con todas sus fuerzas, para borrar la imagen de ese cuerpo impostor.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Quoi que ce soit

Intentar escribir quoi que ce soit con una media sonrisa en la cara sólo lleva a un resultado: escribir estupideces. Es un momento grave, no hay que olvidarlo.

jueves, 31 de octubre de 2013

La fuerza de la razón

"La vida no tiene remedio." Es una ocurrencia de la Razón. Me lo suelta así, a bocajarro, clavando sus pupilas en las mías para que no pueda mirar hacia otro lado. La Razón tiene la fuerza y la malicia de un tornado, y si se lo propone arrasa con ilusiones y esperanzas. Es astuta y se disfraza de escudo pero no es más que un vulgar atrapasueños. Siempre habrá quien la defienda a ultranza, otros la exhiben como estandarte, y yo hoy reniego de ella.

lunes, 21 de octubre de 2013

Llegadas internacionales

Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión. La luz del nacimiento de un día: el presagio de la nueva vida que había salido a buscar. Atrás quedaban –algunos todavía prendidos a la cola del avión– los recibos sin pagar, la enfermedad de mamá, su muerte, un aborto y el miedo. El avión está listo para desembarcar. Con una mano arrastra apenas un esbozo de maleta y en la otra, una dirección falsa. Control de Aduanas. “—Señorita, sálgase de la fila que vamos a registrar su equipaje.”

lunes, 14 de octubre de 2013

La debilidad

Los pensamientos le invaden y como no los busca, los encuentra en medio de la noche. No puede dormir. La cabeza se le llena de absurdos.
Las paredes de este piso son de papel. El bebé de al lado maúlla como un desesperado. Estará desesperado por haber nacido.
Se ha desvelado y ahora tiene miedo de estar a solas con la noche. Desearía tanto despegarse de sí mismo. Necesita más que nunca separarse de su ser para no estar tan solo.
Yo nunca supe ser feliz, me parecía de tontos.
Como un sonámbulo se dirige a la cocina. El frío y la suciedad del suelo se cuelan por las plantas de los pies. Se sube al taburete y a tientas consigue alcanzar la botella, escondida años atrás. Abre el tapón y le da un sorbo rápido. Sabe a hiel. La debilidad es un trago amargo.

jueves, 3 de octubre de 2013

Palabras

"Si sales por esa puerta, no vuelvas a entrar."
Nunca se había sentido segura con las palabras, el temor de no haber usado las adecuadas le atormentaba.
Esta vez se aseguraría de que el mensaje había llegado. Salió corriendo detrás de él y le asestó una mortal puñalada por la espalda.
                                                            ***
"Hay que ver las cosas que pasan. Parecían una pareja de lo más normal."

lunes, 30 de septiembre de 2013

La belleza

Tengo dos personajes: ahora decidiré qué hago con sus vidas. No importa mucho si son hombres o mujeres, pero hay uno de los dos que es bello, tanto que en sí mismo es un argumento para decir que la belleza es objetiva. Podría hacer justicia y ocuparme de que el menos bello tuviera más suerte. Al hermoso podrían sucederle calamidades, para que aprenda que si su virtud no es fruto del esfuerzo no vale nada. Pero claro, escribir ficción no es mentir. Tampoco estaría bien determinar que uno será más feliz que el otro. No me interesa decidir si estamos ante un don o una condena, más aún teniendo en cuenta que a los dos les espera el mismo destino fatal y que ninguno de sus atributos podrá salvarles del mismo. Así que creo que me limitaré a describir el magnetismo, la fuerza que ejerce la belleza y su reverso, la debilidad que provoca en los demás. Lo mejor de todo es que, aquí, el que escribe es quien detenta el poder.

martes, 10 de septiembre de 2013

Creyente

Lo que tenía que ser ya está aquí. Reír y llorar son el mismo gesto porque la vida no tiene remedio. Quiero tener fe ciega en la eternidad.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Autorretrato

Esta mañana le sobraba tiempo cuando se ha despertado. Nunca se ha parado a observarse deliberadamente. Hoy era un buen día para hacer una exaltación del "yo". Tendría que ser capaz de reconocer su reflejo pues allí donde confluyen la mujer del espejo y la dueña de los ojos que la están mirando, en ese punto de intersección, existe ella. Ha empezado observando su pelo: un pelo crespo y rebelde que pide a gritos que lo liberen. Con el dedo índice ha seguido la línea de sus cejas, oscuras y bien marcadas, antes de detenerse en los ojos. Los ojos dominados por unas pupilas inquisidoras. Unas pupilas que se clavan en el espejo, que odian y que no perdonan. Y se ha mojado los labios con la lengua y se ha metido los dedos en la boca y los ha mordido para sentirlos, para reconocerlos como suyos. Esas manos le pertenecen. Y después viene el cuello, donde late incesante la vena yugular. No es un buen retrato. Rabia. Con el guante de crin se frota con violencia la cara. Sigue restregándolo con fuerza, para borrarse y volverse a dibujar.

lunes, 26 de agosto de 2013

Alter ego

Llueve desde mi habitación. Antesala del otoño u ocaso del verano. Qué más da. Aquí da todo igual. La vida ya no es un juego, es una burla. Caminar de espaldas. La mirada perdida y el sabor a hiel que estruja el corazón.
 Las gotas se estrellan contra el cristal. Imagino que son las mismas gotas que antes o después chocarán contra los cristales de un bus peruano.
Llueve desde este autobús. Crepúsculo de invierno o albores de primavera. No importa. Aquí las magnitudes son otras. La vida ya no es broma, es un juego muy serio. Huir hacia delante. La mirada velada y un sabor amargo que cala los huesos.
 Las gotas de lluvia chocan contra los cristales. Son las mismas que golpeaban habitaciones y autobuses. Son las mismas que hoy nos mojan y nos libran del sopor de la rutina para recordarme/nos cuál es mi/tu deber: vivir.

martes, 20 de agosto de 2013

Fausto 2.0

Aquella madrugada Mefisto vino a ver a Tomás mientras dormía sus últimas horas. Mefisto es en realidad una mujer, una mujer con un apetito sexual insaciable. Sigilosa se metió en su cama y al oído le susurró el siguiente trato: a cambio de un polvo, le ofreció una segunda vida. Se equivocaba de destinatario. Mefisto no sabía que Tomás se había jurado no volver a nacer. Con una vida había sido suficiente. Mefisto, consciente de que sólo alguien que no ha tenido que luchar por sobrevivir puede despreciarla de ese modo, quiso seducir a su víctima recordándole que podría revivir los momentos estelares y volver a experimentar con la intensidad de la primera vez los placeres de la vida.
-Tomás, en esta vida te has enamorado más de una vez. ¿No quieres recuperar ese sentimiento con la espontaneidad y la inocencia de la juventud?
 - Para nada. Ya sobreviví a los desasosiegos y a las incertidumbres del querer. El amor es un viaje del que disfruté pero que no lleva a ninguna parte.
 - ¿Que no lleva a ninguna parte? ¿No volverías a ver por primera vez la cara del fruto de tus entrañas?
 - Cuando tuvo edad para hacerlo mi hijo se alejó de mí y me culpó de sus errores. Aunque viviese cien vidas, siempre sería el responsable último de las faltas de mis vástagos.
 - ¿Y qué me dices de los placeres mundanos? ¿Excitar el cuerpo y la mente hasta la extenuación?
 -La satisfacción que se obtiene cumpliendo los deseos del cuerpo, dura una enésima parte de lo que duran los remordimientos.
 - ¿Y qué hay de tus planes de dejar huella en este mundo? ¿Alcanzar la inmortalidad? Tomás, tienes una segunda oportunidad para triunfar.
 -Mefisto, déjame en paz.
 Tomás se volvió a dormir con la certeza de que los motivos expuestos no eran suficientes para decir que la vida merecía la pena y que de su existencia no dependía el curso de la humanidad. Cuando desapareciese el mundo seguiría siendo el mismo. La misma mierda.

viernes, 16 de agosto de 2013

Ataraxia

P está sentada en el sofá, con las dos piernas juntas, la mirada fija en la pared que tiene enfrente, los párpados caídos y los dos brazos que le cuelgan a cada lado del cuerpo. Lleva horas así, prácticamente sin moverse. De vez en cuando, se muerde las uñas. Cada dedo que mordisquea, cada pellejo que se arranca es una duda. Preguntas en el aire flotan delante de sus ojos. Cuál es su yo esencial: ¿el que hace lo correcto como un mero acto de fe?, ¿el que se autodestruye para luego renacer? A quién debe proteger. Su cuerpo está al servicio de su mente o es su cuerpo el que condiciona sus pensamientos. Enciende la chimenea. En la hoguera de las vanidades quema cada amago de sentirse superior a los demás, cada juicio de valor expresado sin haber sido previamente meditado, cada mezquindad. Vacila a la hora de lanzar al fuego las debilidades, las virtudes -si las hay-, las penas y las pasiones. Se siente con derecho a volver a empezar pero "las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra."

domingo, 11 de agosto de 2013

Dama con libro

Se sube al tren y saca un libro de la mochila. Con su mano derecha lo sujeta como si fuera un abanico, la mano izquierda descansa sobre su regazo. Finge estar concentrada en su lectura, no quiere que sus gestos la delaten.Mira de reojo a su alrededor.Cuando sale al mundo se siente observada, juzgada, como si el mundo entero tuviera que aprobar sus manos, sus ojos, su boca, sus piernas, su libro. Piensa que los momentos más felices de su vida son aquellos que aun estando en compañía se olvida de sí misma.
Se cubre media cara con el libro abierto. En el lenguaje de los abanicos: "Sígueme cuando me vaya".