lunes, 22 de abril de 2013

Aeropuertos


El avión con destino  a Barcelona está listo para embarcar. El finger que lo conecta con la terminal va engullendo la cola de pasajeros que se ha formado desde hace ya un buen rato. Al hombre occidental le entra la prisa en los momentos más insospechados –de camino al trabajo, al entrar en un avión.  
Una mujer se quita la americana, se alisa la falda para sentarse y cuelga la chaqueta en el respaldo del asiento anterior para sentarse y abrocharse el cinturón. Son gestos mecánicos. Lleva tacones finos y medias oscuras. Inclina la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. El trayecto es corto y lo conoce de memoria.
Hay turbulencias. Las sacudidas del avión la desvelan. Mira a su derecha.
Una coetánea se aprieta las manos entre las rodillas. Entrelaza los dedos y empieza a murmurar. Está rezando. Se frota la medalla que cuelga del cuello y cierra los ojos.
El avión aterriza por fin. Las dos mujeres salen, una detrás de la otra. La ejecutiva que conoce el camino de memoria se dirige a coger un taxi, en un gesto instintivo vuelve la vista atrás y ve a su compañera de viaje que se abraza con alguien.