lunes, 14 de abril de 2014

Infancia

Siempre he sido una persona callada, de niño ya lo era. En mi casa el silencio era una constante, supongo que me contagié. Recuerdo que cuando llegábamos a casa, yo todavía cargaba con el bullicio y la excitación del colegio, pero mi hermano mayor metía las llaves en la puerta y en seguida me empapaba de la quietud que se respiraba al entrar. El único sonido que nos recibía era un reloj de péndulo que se pasaba toda la tarde sonando y oscilando de un lado a otro. Muchas veces me quedaba sentado frente al reloj y miraba cómo las manecillas hacían pasar las horas. Mi hermano que es cinco años mayor que yo se encerraba en su habitación y mi padre sólo salía de su despacho para asegurarse de que habíamos llegado bien. “Tu madre está enferma y necesita descansar. Pórtate bien y no hagas ruido.” Y sin poder hacer ruido las tardes eran eternas. Cuando no me quedaba frente al péndulo, me gustaba hacer rodar los coches de juguete una y otra vez en el marco de la ventana de mi habitación. Los hacía subir y bajar y después bajar y subir, mientras poco a poco me quedaba a oscuras. Desde mi ventana podía ver cómo el sol arrastraba el día detrás de la montaña. Creo ya nunca he vuelto a ser tan consciente del paso del tiempo. Recuerdo que todo pasó muy rápido. Estaba en mi habitación y oí un lamento. Mi padre entró de golpe en mi habitación, me cogió de la mano y mi hermano y yo estábamos en el coche. A los pocos segundos bajó con mi madre en los brazos. Sangraba. Sangre, gemidos y acelerones. Paredes blancas y olor de hospital. Las sillas de plástico gris de la sala de espera. Más silencio al llegar a casa.