lunes, 10 de noviembre de 2014

Yerma

La sala de espera de la clínica era de color crema, a diferencia de los hospitales públicos que son blancos. Miguel, desde que se habían sentado, no había soltado su móvil. Laura hojeaba una revista de maternidad y de vez en cuando levantaba la vista para escudriñar la tripa de la embarazada que tenía enfrente.  Esperaban los resultados de la prueba que confirmase su infertilidad. Laura no quería hacérsela, pero Miguel había insistido como si una prueba más pudiese cambiar algo. Laura no necesitaba ninguna confirmación. El otoño había llegado y su cuerpo no había sufrido ningún cambio. Esa misma mañana se había puesto de perfil frente al espejo, como venía haciéndolo los últimos meses, y su tripa seguía plana, seca. Laura puso la mano encima de su vientre y acarició la lana de su jersey. -Ya llevamos esperando más de media hora.-dijo Miguel mientras ponía su mano encima de la de Laura. Ella miró el reloj de pared que estaba encima de la puerta de la salita: eran las doce y media. Fuera la recepcionista no parecía tener mucho que hacer. "Sala de espera -pensó Laura-, en estos sitios parece que el tiempo se detiene". Las esperas se le hacían eternas. 
 Cuando Laura era niña, su madre solía retrasarse cuando era ella y no su padre quien iba a recogerla al colegio. Nunca pasaban más de quince minutos pero se impacientaba y la esperaba en la salida, junto a la verja, para que la viera nada más llegar. Luego se iban de la mano y Laura le pedía que se la agarrara bien fuerte.
Miguel sujetaba la mano de Laura y jugaba con sus dedos mientras seguía concentrado en la pantalla de su teléfono. Miguel era alto, incluso sentado destacaba, pero su altura no intimidaba. Tenía los ojos muy claros, mirados de perfil eran completamente transparentes. Laura, ahora, los miraba fijamente pero él parecía no darse cuenta. 
-¿Señora Avellaneda?-dijo una enfermera asomándose a la puerta. Laura se levantó, agarró su bolso con fuerza, se colgó la chaqueta del antebrazo y se dirigió hacia la enfermera de pelo corto. Miguel la siguió. 
 Les dejaron esperando en la consulta del doctor, sentados al otro lado de una mesa de pino, enfrente de una silla de cuero negro encuadrada entre varios diplomas que colgaban en la pared. El médico no tardó en aparecer con varios papeles en la mano. No llevaba la bata blanca abrochada y dejaba entrever su ropa oscura. Se sentó en su silla, dejó los papeles sobre la mesa y apoyando los codos cruzó las manos. Los resultados de las pruebas no eran positivos. Confirmaban que Laura no podría tener hijos. Laura miró a la ventana que había a su izquierda, Miguel la miró a ella y volvió a mirar al doctor. Cuando terminó de hablar se despidieron del doctor con un apretón de manos y salieron de la consulta en silencio. Laura le dijo a Miguel que necesitaba salir fuera y le pidió que se ocupara del papeleo con el seguro médico. 
Afuera, en la calle, hacía frío y apenas quedaban hojas en los árboles. El cielo estaba nublado y parecía que era más tarde. Laura contrajo los hombros y colocó sus manos debajo de los brazos. En la acera de enfrente había un parque donde jugaban unos niños con sus gorros y sus bufandas. Ella había tenido un gorro y una bufanda azul marino que le compró su madre. "Para cuando vengas a verme."-le había dicho.
Miguel salió y le pasó el brazo por encima del hombro, se dirigieron a su coche y se detuvieron justo delante. Laura se dejó abrazar por Miguel, con la cabeza hundida en el pecho de él y los brazos colgándole a cada lado del cuerpo. No levantó la cabeza para mirarle y con delicadeza se deshizo del abrazo. 
-No te preocupes, estoy bien. Vuelve al trabajo, yo me iré a casa a descansar un rato. -Laura sonaba convincente. Miguel no quiso insistir, con ella nunca funcionaba.
-¿Quieres que te acerque? 
-No, prefiero pasear un poco. 
Miguel se metió en el coche y se despidió sacando la mano por la ventanilla. Laura se quedó mirando como el coche se hacía cada vez más pequeño hasta desaparecer. Se dio media vuelta y se puso a caminar en dirección a su casa. Al llegar a casa, Laura se sentía cansada. El paseo había sido más largo de lo previsto. Se sirvió un vaso de agua en la cocina y se desplomó en el sofá. Se quedó un rato inmóvil mirando el teléfono que había encima de la mesita de apoyo junto al sofá y que no sonó. Descolgó el auricular y marcó un número. 
-¿Diga?
-Es todo culpa tuya.- Laura colgó antes de que pudieran contestar. 
Se dirigió a su habitación, sacó una maleta de viaje del armario, la puso encima de la cama y empezó a llenarla con sus cosas. 

jueves, 12 de junio de 2014

La alberca

Había invitado a Ana a pasar unos días con ellos. Carlos y ella habían alquilado una casita blanca de paredes encaladas que les resguardaban de los rayos de sol, intensos en aquella época
del año. Pese a estar ubicada cerca de la playa, la casa tenía en la parte trasera del jardín una
alberca que hacía las veces de piscina. Los dueños la habrían construido muy probablemente
porque, en aquella zona, había muchos días de fuerte viento en los que la playa resultaba
impracticable. La arena se levantaba y se clavaba como alfileres. El jardín de la casa no estaba
muy cuidado, no podría decirse que fuera bonito pero contaba con un par de olivos estratégicos
que ofrecían su sombra en las horas clave. Habían colocado un par de sillas de lona bajo los
árboles, una junto a la otra, donde pasaban las horas leyendo, Carlos y ella, interrumpiendo sus
lecturas para darse un chapuzón, dirigirse alguna palabra afectuosa o comer algo. Eran días de
cigarras y calma chicha, de dolorosa tranquilidad. Le observaba y se observaba desde fuera y se
preguntaba cómo iba a encajar Ana en aquella estampa.

No sé si me he precipitado al invitar a Ana a pasar unos días con nosotros.
Siempre te pasa lo mismo. Te encanta organizar reuniones, invitar a gente a casa y cuando se
acerca la fecha empiezas a ponerte nerviosa.
Ya, pero tú no la conoces mucho. Sólo la has visto una vez y no fueron ni cinco minutos.
Pero es amiga tuya y me has hablado mucho y bien de ella.

Sí que le había hablado de ella. Le había contado cómo le había impresionado cuando se
conocieron, tan inteligente, tan confiada, tan acertada en todo lo que decía. Cuando Ana te
hablaba te entraban unas ganas enormes de vivir, entonces todo merecía la pena. Carlos sabía que por ella empezó a trabajar en la editorial y que la había ayudado en su carrera de traductora, que además de divertida, era muy atractiva y que sabía usarlo aún sin ser consciente del todo, y eso había jugado en su contra alguna vez. No le había contado que la envidiaba sólo porque Ana era de verdad. Era guapa sin artificios y culta sin esforzarse. Lo que en boca de otros resultaba impostado, ajeno, en ella sonaba natural porque seguramente era así. Las ideas se le pegaban a la piel. Ella en cambio no era brillante o, al menos, no había hecho nada que lo demostrase. La inminente visita de Ana se lo recordaba.

¿Qué te pasa que llevas dos horas callada y no has pasado de página?
No me pasa nada– y se fue a la cocina a servirse una copa de vino.

Volvió al jardín con otra copa para Carlos y la botella de vino en la misma mano. Empezaba a
atardecer.

¿Ya se te ha pasado el mal humor?
Me apetece emborracharme. Hace mucho que no lo hacemos.–y se acabó de un trago el resto
de vino que quedaba en su copa para servirse otra.
Voy a preparar algo de comer. No es bueno beber con el estómago vacío.

Carlos se levantó, le acarició la cabeza con un gesto paternal y desapareció dentro de la casa.
Era muy bueno con ella. El más bueno de todos. En cambio nadie era lo suficientemente bueno para Ana. Era la verdad.
El sol ya se había puesto cuando Carlos volvió con la cena pero el calor no dejaba de apretar.

 –No tengo hambre. Anda, vamos a bañarnos.–dijo mientras se zambullía en el agua de un
salto.

Él la siguió. El vino empezaba a hacer efecto en ella. Cerró los ojos. Los labios mojados de Carlos la besaban, y en su boca se colaba el sabor metálico del cloro. Las manos ásperas de Carlos se volvían suaves y femeninas con la humedad. El cuerpo pesado y masculino era, en el agua, ágil y escurridizo como el de Ana. Recordaba su menudez -le sorprendió mucho la primera vez que durmieron juntas el espacio insignificante que ocupaba en la cama-, los pechos pequeños, con la carne firme apretada contra los huesos estrechos. Como si toda la belleza se concentrara en los detalles de su cuerpo. Un cuerpo sutil, una belleza inteligente. Había admiración y había deseo. Y si Ana lo había notado alguna vez. Si lo había notado por qué no le había dicho nada. Eran más que amigas, eran cómplices. Luego dejaron de verse. Carlos la tenía contra la pared. Le sujetaba la cintura con un brazo y con la mano libre le quitaba las bragas. Sintió cómo Carlos se clavaba entre sus riñones y toda ella se deshacía por dentro, como el barro en el agua.

Los rayos de sol le atravesaban los párpados y le dolía la cabeza. No recordaba haberse metido
en la cama. Era tarde, no podía quedarse más tiempo durmiendo o echaría el día a perder.
Hundió la cara en la almohada que olía a humedad.

Ha llamado Ana. Como no te despertabas y ha llamado varias veces he cogido yo. Dice que
no va a poder venir. Que lo siente mucho pero que se le ha complicado el trabajo.
Igual es mejor así. Estamos muy tranquilos.

Carlos le dio un beso distraído en la coronilla y dejó que se acabara sola el café y el primer
cigarro del día. Luego se encerró en el baño y rompió a llorar con cuidado de que Carlos no la
oyera. Qué mierda le pasaba. Era feliz. Sonó la alarma del móvil recordándole que tenía que tomarse la píldora. Abrió su neceser y sacó el blíster con las pastillas anticonceptivas. Quedaban siete, ocho con la que tenía en la mano. Se la quedó mirando, pequeñísima y rosa. La tiró por el desagüe del lavabo.


lunes, 14 de abril de 2014

Infancia

Siempre he sido una persona callada, de niño ya lo era. En mi casa el silencio era una constante, supongo que me contagié. Recuerdo que cuando llegábamos a casa, yo todavía cargaba con el bullicio y la excitación del colegio, pero mi hermano mayor metía las llaves en la puerta y en seguida me empapaba de la quietud que se respiraba al entrar. El único sonido que nos recibía era un reloj de péndulo que se pasaba toda la tarde sonando y oscilando de un lado a otro. Muchas veces me quedaba sentado frente al reloj y miraba cómo las manecillas hacían pasar las horas. Mi hermano que es cinco años mayor que yo se encerraba en su habitación y mi padre sólo salía de su despacho para asegurarse de que habíamos llegado bien. “Tu madre está enferma y necesita descansar. Pórtate bien y no hagas ruido.” Y sin poder hacer ruido las tardes eran eternas. Cuando no me quedaba frente al péndulo, me gustaba hacer rodar los coches de juguete una y otra vez en el marco de la ventana de mi habitación. Los hacía subir y bajar y después bajar y subir, mientras poco a poco me quedaba a oscuras. Desde mi ventana podía ver cómo el sol arrastraba el día detrás de la montaña. Creo ya nunca he vuelto a ser tan consciente del paso del tiempo. Recuerdo que todo pasó muy rápido. Estaba en mi habitación y oí un lamento. Mi padre entró de golpe en mi habitación, me cogió de la mano y mi hermano y yo estábamos en el coche. A los pocos segundos bajó con mi madre en los brazos. Sangraba. Sangre, gemidos y acelerones. Paredes blancas y olor de hospital. Las sillas de plástico gris de la sala de espera. Más silencio al llegar a casa.

lunes, 17 de febrero de 2014

Historia de un cuerpo

El cuerpo descansaba en la camilla, esperando su intervención. Llevaba años trabajando en la morgue del hospital pero a ese tipo de trabajos uno no se acostumbra nunca. Cada día suponía un cara a cara con la muerte: muerte natural, muerte por accidente, muerte súbita, muerte violenta. Imaginaba que sus pacientes seguían con vida y los trataba con la misma delicadeza con que lo haría con los vivos, como si sus cuidados pudieran reanimarlos. Mojó la esponja y la escurrió metódicamente y se acercó al cuerpo por el lado derecho. Siempre empezar por el lado derecho. Se trataba de una mujer joven, no debía de llegar a los treinta. Con la mano izquierda le sujetaba la muñeca y con la derecha le pasaba minuciosamente la esponja por la palma. Tenía unos dedos largos y estilizados y unas uñas cuadradas. Esos detalles revelaban la personalidad de los cuerpos desnudos, pensaba. Así es cómo él reconocía y adivinaba a las personas: por sus cicatrices, sus lunares, su manicura. Siguió con el antebrazo deslizando la esponja hasta el hombro redondo y se detuvo justo en el final de la clavícula. Tenía una piel suave, todavía elástica. La luz de la lámpara de operaciones no distorsionaba su color. Había belleza en la muerte, en la serenidad de los cuerpos que ya no eran. Eso era algo que su trabajo le había enseñado y lo consideraba un privilegio que muy pocos tenían. Se reservó la tarea de peinarle y limpiarle la cara para el final.

No soporta el reflejo que le devuelve el espejo del cuarto de baño del restaurante. Ni siquiera es pena, es asco. No acepta ese reflejo. Nunca le ha pertenecido. Los ojos, la nariz, la boca, no son suyos. No los quiere. Puede hacerlo, está en su derecho, es su vida y puede despreciarla. Se mete un raya bien larga y qué bien sienta. Mucho mejor ahora.
 Vuelve a la mesa y habla con el tipo que tiene en frente. Acabará tirándoselo, es lo que él quiere y a ella le da igual. Su cuerpo no le pertenece, tampoco lo quiere. Una copa y otra raya en el baño. Otra copa y una raya en el bar. Así, ya casi no siente nada. Quiere otra copa.
Están en casa del tío, en su habitación, eso parece. Le está metiendo mano pero casi ni lo nota. La piel le hormiguea. Unas manos se deslizan sobre sus brazos, ve cómo pasan por los antebrazos hasta los hombros pero no las siente. “Qué suave eres”. Siente náuseas.
 Se tropieza de camino al baño. Se moja la cara y el rímel se corre. Ya casi ha conseguido borrar su imagen. Está a punto de desaparecer. Un par de tiros más y se acaba.
Un par de copas más, un par de tiros más, un poco más, un poco más.

Se inclinó sobre el rostro inmóvil. Le había cerrado los ojos para poder limpiarle las pestañas y los párpados casi transparentes. Con la punta de un algodón recorría las facciones y retiraba los restos de polvo blanco de debajo de la nariz. Le cepilló el pelo con cuidado y le acarició el óvalo de la cara, la frente ancha y la barbilla estrecha. Un rostro hermoso. Los rostros libres ya de dolor se volvían extrañamente hermosos cuando el corazón dejaba de latir. Se detuvo en los labios que empezaban a amoratarse, fríos. Los besó.

jueves, 16 de enero de 2014

Herejía

Muchedumbre teñida de rojo. Centuriones centelleantes me ciegan. Espinas que atraviesan mi cabeza y apagan mi conciencia. No olvides quién eres. Redentor. Está escrito. ¡Salud, rey de los judíos! Aúllan. Rey de los judíos. Rey de los judíos. Perros, perros, malditos perros que habéis preferido a Barrabás. Perdóname. Perdón, perdón, perdón. Perdónales, Señor. Sólo veo bestias. Desfigurados. Aquelarre. Iscariote, traidor. Esta cruz es tu destino. Entre ladrones. No, no, no debo. El perdón es el único camino. Misericordia. Perdón. Un rostro humano entre la multitud. María de Magdala. Sus pechos de mármol, sus caderas de nácar. No llores, Magdalena, el Padre me espera. El Cielo me espera. Cielo teñido de ceniza. Salvación. Pronto, pronto, ya pronto. Treinta y tres años. La eternidad. La eternidad sin Magdalena. La soledad. Nuestra condena. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Aguijones en mi garganta sin voz. Sabor a hiel y a sal. Moriré en este valle de lágrimas sin esperanza. Magdalena. Manos de terciopelo. ¿Dónde está mi fe? Ninguna vida vale la de otro. Fe. Fe. Fe. Yo creo, yo creo. Lo veo. Lo veo. Veo. No veo. Caigo. No veo nada. Tinieblas. Lenguas de fuego. Fuego. Me arden las manos. Los pies me hierven. El corazón se enfría. Frío metal. Señor, dame fuerzas. Fuerzas. Fuerzas. Coraje. Rey de reyes. No, no, no, no. ¡No! Por favor. Sólo soy un hombre. He mentido. Me he mentido. Es todo mentira. Un hombre cualquiera. Siempre lo fui. Un hombre perdido. Un pecador. Un falso que teme a la muerte. No soy nadie. Un rey cobarde. Piedad. Ven a salvarme, padre. Padre, padre. Muero. Señor. Señor, ¿dónde estás? Una señal. Nada. La nada. No hay nada. Nada y la nada. Y la nada. Nada. Nada. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Nada.

jueves, 2 de enero de 2014

Et puis je fume


"Fumo porque me da la gana." Edith no quiere ser buena. No quiere oír hablar de los límites que la bondad le impone. No será buena hija, ni buena madre, ni buena amante, ni buena esposa. Es humana y no se lo perdona. Ha fallado demasiadas veces y tiene la certeza de que volverá a ocurrir. La profecía se cumple, piensa. He matado hasta a mi sombra. Seguramente empecé a fumar para tener luz propia, la de un perenne cigarrillo en mi boca.
Tiene las manos manchadas de sangre y nicotina. Bañera, cuchillas y un cigarrillo incandescente.
Et puis je fume.