jueves, 12 de junio de 2014

La alberca

Había invitado a Ana a pasar unos días con ellos. Carlos y ella habían alquilado una casita blanca de paredes encaladas que les resguardaban de los rayos de sol, intensos en aquella época
del año. Pese a estar ubicada cerca de la playa, la casa tenía en la parte trasera del jardín una
alberca que hacía las veces de piscina. Los dueños la habrían construido muy probablemente
porque, en aquella zona, había muchos días de fuerte viento en los que la playa resultaba
impracticable. La arena se levantaba y se clavaba como alfileres. El jardín de la casa no estaba
muy cuidado, no podría decirse que fuera bonito pero contaba con un par de olivos estratégicos
que ofrecían su sombra en las horas clave. Habían colocado un par de sillas de lona bajo los
árboles, una junto a la otra, donde pasaban las horas leyendo, Carlos y ella, interrumpiendo sus
lecturas para darse un chapuzón, dirigirse alguna palabra afectuosa o comer algo. Eran días de
cigarras y calma chicha, de dolorosa tranquilidad. Le observaba y se observaba desde fuera y se
preguntaba cómo iba a encajar Ana en aquella estampa.

No sé si me he precipitado al invitar a Ana a pasar unos días con nosotros.
Siempre te pasa lo mismo. Te encanta organizar reuniones, invitar a gente a casa y cuando se
acerca la fecha empiezas a ponerte nerviosa.
Ya, pero tú no la conoces mucho. Sólo la has visto una vez y no fueron ni cinco minutos.
Pero es amiga tuya y me has hablado mucho y bien de ella.

Sí que le había hablado de ella. Le había contado cómo le había impresionado cuando se
conocieron, tan inteligente, tan confiada, tan acertada en todo lo que decía. Cuando Ana te
hablaba te entraban unas ganas enormes de vivir, entonces todo merecía la pena. Carlos sabía que por ella empezó a trabajar en la editorial y que la había ayudado en su carrera de traductora, que además de divertida, era muy atractiva y que sabía usarlo aún sin ser consciente del todo, y eso había jugado en su contra alguna vez. No le había contado que la envidiaba sólo porque Ana era de verdad. Era guapa sin artificios y culta sin esforzarse. Lo que en boca de otros resultaba impostado, ajeno, en ella sonaba natural porque seguramente era así. Las ideas se le pegaban a la piel. Ella en cambio no era brillante o, al menos, no había hecho nada que lo demostrase. La inminente visita de Ana se lo recordaba.

¿Qué te pasa que llevas dos horas callada y no has pasado de página?
No me pasa nada– y se fue a la cocina a servirse una copa de vino.

Volvió al jardín con otra copa para Carlos y la botella de vino en la misma mano. Empezaba a
atardecer.

¿Ya se te ha pasado el mal humor?
Me apetece emborracharme. Hace mucho que no lo hacemos.–y se acabó de un trago el resto
de vino que quedaba en su copa para servirse otra.
Voy a preparar algo de comer. No es bueno beber con el estómago vacío.

Carlos se levantó, le acarició la cabeza con un gesto paternal y desapareció dentro de la casa.
Era muy bueno con ella. El más bueno de todos. En cambio nadie era lo suficientemente bueno para Ana. Era la verdad.
El sol ya se había puesto cuando Carlos volvió con la cena pero el calor no dejaba de apretar.

 –No tengo hambre. Anda, vamos a bañarnos.–dijo mientras se zambullía en el agua de un
salto.

Él la siguió. El vino empezaba a hacer efecto en ella. Cerró los ojos. Los labios mojados de Carlos la besaban, y en su boca se colaba el sabor metálico del cloro. Las manos ásperas de Carlos se volvían suaves y femeninas con la humedad. El cuerpo pesado y masculino era, en el agua, ágil y escurridizo como el de Ana. Recordaba su menudez -le sorprendió mucho la primera vez que durmieron juntas el espacio insignificante que ocupaba en la cama-, los pechos pequeños, con la carne firme apretada contra los huesos estrechos. Como si toda la belleza se concentrara en los detalles de su cuerpo. Un cuerpo sutil, una belleza inteligente. Había admiración y había deseo. Y si Ana lo había notado alguna vez. Si lo había notado por qué no le había dicho nada. Eran más que amigas, eran cómplices. Luego dejaron de verse. Carlos la tenía contra la pared. Le sujetaba la cintura con un brazo y con la mano libre le quitaba las bragas. Sintió cómo Carlos se clavaba entre sus riñones y toda ella se deshacía por dentro, como el barro en el agua.

Los rayos de sol le atravesaban los párpados y le dolía la cabeza. No recordaba haberse metido
en la cama. Era tarde, no podía quedarse más tiempo durmiendo o echaría el día a perder.
Hundió la cara en la almohada que olía a humedad.

Ha llamado Ana. Como no te despertabas y ha llamado varias veces he cogido yo. Dice que
no va a poder venir. Que lo siente mucho pero que se le ha complicado el trabajo.
Igual es mejor así. Estamos muy tranquilos.

Carlos le dio un beso distraído en la coronilla y dejó que se acabara sola el café y el primer
cigarro del día. Luego se encerró en el baño y rompió a llorar con cuidado de que Carlos no la
oyera. Qué mierda le pasaba. Era feliz. Sonó la alarma del móvil recordándole que tenía que tomarse la píldora. Abrió su neceser y sacó el blíster con las pastillas anticonceptivas. Quedaban siete, ocho con la que tenía en la mano. Se la quedó mirando, pequeñísima y rosa. La tiró por el desagüe del lavabo.