viernes, 16 de agosto de 2013

Ataraxia

P está sentada en el sofá, con las dos piernas juntas, la mirada fija en la pared que tiene enfrente, los párpados caídos y los dos brazos que le cuelgan a cada lado del cuerpo. Lleva horas así, prácticamente sin moverse. De vez en cuando, se muerde las uñas. Cada dedo que mordisquea, cada pellejo que se arranca es una duda. Preguntas en el aire flotan delante de sus ojos. Cuál es su yo esencial: ¿el que hace lo correcto como un mero acto de fe?, ¿el que se autodestruye para luego renacer? A quién debe proteger. Su cuerpo está al servicio de su mente o es su cuerpo el que condiciona sus pensamientos. Enciende la chimenea. En la hoguera de las vanidades quema cada amago de sentirse superior a los demás, cada juicio de valor expresado sin haber sido previamente meditado, cada mezquindad. Vacila a la hora de lanzar al fuego las debilidades, las virtudes -si las hay-, las penas y las pasiones. Se siente con derecho a volver a empezar pero "las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra."

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