EL
DÍA DE SALINAS
Raquel acababa de salir de la ducha.
El calor del asfalto en pleno verano había hecho del paseo hasta el piso una
experiencia asfixiante. Ahora se encontraba frente al espejo que tantas veces
le había devuelto el reflejo y observaba cómo le colgaba la toalla de las
caderas. Le gustaban sus huesos que
sobresalían, femeninos y redondos, también los de la clavícula. El resto
siempre le sobraba. De hecho, le impresionaban los que sabían pasearse desnudos
sin pudor ni especial orgullo de su cuerpo.
Mientras hurgaba en los cajones en
busca de un cepillo de pelo encontró un pintalabios. Era de color ciruela
intenso y se repasó los labios con destreza para ver cómo le sentaba. No había
usado ese color antes. Se peinó con el pelo hacia atrás, despejando la cara y
el cuello, y colocó dos gotas de perfume en las muñecas frotándolas entre
ellas.
Desnuda, sentada en la cama, rebuscó
en los cajones de la cómoda de pino hasta dar con un conjunto de sujetador y
bragas de algodón blanco y puntillas de encaje. Se ajustó las prendas elásticas
y comprobó cómo destacaban sobre la piel bronceada y brillante, a base de sal
marina y cremas hidratantes. No había quien se lo dijera y se sentía atractiva.
Se dirigió a la cocina.
El calor había aflojado y la luz del atardecer se colaba por los ventanales de
la terraza. Abrió la nevera y se sirvió vino blanco en un vaso de cristal.
Armada con el vino y un cigarro en la boca, Raquel volvió al salón y empezó a
repasar las estanterías domésticas. Reconoció libros de amor y de sombras que
había leído en su adolescencia y a los que no volvería pues esas historias ya
no la necesitaban. Siguió saltando con la vista de
una estantería a otra. Dio con Germinal
de Zola, de lectura obligatoria en el instituto y esbozó una sonrisa. Rememoró
aquella etapa en la que el reconocimiento por sus aptitudes académicas le venía
sin esfuerzo. Quizá no fue bueno para ella que no tuviera que aplicarse en los
estudios. El vino que iba bebiendo ininterrumpidamente a sorbitos cortos hacía
su efecto y sus músculos se iban relajando y su cabeza desembotando. Recordaba haber leído algunos títulos más, no estaba lejos
la niña que creía que hacerse adulta era comulgar con la brutalidad de
Hemingway o la suciedad de Bukowski –sorprende cómo nuestros libros
hablan de nosotros y sin embargo, un
mismo libro puede estar en varios hogares a la vez–, otros no estaba segura de
haberlos ni tan siquiera hojeado. Se topó con un par de fotografías. No
hacía mucho que esas instantáneas habían
sido tomadas; al menos, los protagonistas no parecían haber envejecido. Las
imágenes reales se entremezclaban con los recuerdos de Raquel. Los mismos
protagonistas –un hombre y una mujer que parecen felices– y diferentes
escenarios. Los recuerdos son construcciones de la mente, pensó. No son
objetivos, los manipulamos a nuestro antojo. Las fotografías sí son objetivas,
son más ciertas que lo que yo he vivido, que lo que yo he sentido. Había vivido
una realidad que huía de los convencionalismos,
aquella de la que nadie habla y nadie quiere oír hablar. Y ahora dudaba de su verdad
que al lado de las imágenes se tambaleaba.
Era noche cerrada cuando
Raquel se metió en la cama. Las sábanas estaban frías y las oyó crujir entre
sus piernas. Estalló en llanto. Con la cara apretada contra la almohada,
lloraba como si hubiera acumulado las lágrimas desde que nació. Estuvo
sollozando y gimiendo hasta que el cansancio la venció y se quedó dormida.
Se despertó
sin el sobresalto del despertador, como si el día que empezaba a clarear la
hubiera llamado. “Despierta, el día te llama.”, podría haber oído. Se levantó
de la cama que hizo con sumo cuidado y se puso la ropa encima de la lencería
blanca. En el salón, recogió el vaso y los restos de tabaco. Abrió la puerta
del recibidor y antes de salir echó un último vistazo al piso. Los rayos de sol
lo iluminaban y todo parecía más limpio.
Al llegar a
la oficina nadie la esperaba –a esas alturas del verano quedaban cuatro gatos.
Encendió su ordenador y mientras arrancaba la máquina se dirigió al despacho de
Luis sin mucho disimulo. Se sacó las llaves del bolsillo y las dejó en el mismo
cajón donde sabía que las encontraría la tarde anterior. Acarició la tapicería
de la silla giratoria azul y cerró la puerta. Ese sería su último día en la
oficina y el último que entraba en el despacho de Luis. Ahora le tocaba a ella
tener un hogar al que volver, tener fotografías que fueran testigo de sus recuerdos
que ya se ocuparía de reconstruir.
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