Estoy en las Ramblas a eso de las
seis de la tarde, en dirección al mar, y entre todas las caras que se
cruzan distingo la suya. Es curioso que en todos estos años nunca antes me la haya encontrado,
incluso empezaba a dudar que fuera real, pero ha sido fácil reconocerla. En
movimiento, sus facciones no resultan muy distintas de las fotos que había
visto en casa de Luis. Es una cara que podría dibujar de memoria. Siempre que
iba a su casa y mi mirada se cruzaba con alguna foto de ellos en el salón, en
el pasillo, en el dormitorio, rápidamente giraba la cabeza pero volvía a mirar
de refilón. El mismo gesto instintivo que cuando vas sentada en el metro,
levantas la vista y te encuentras con el paquete de un tío: te ruborizas,
disimulas, pero la curiosidad te puede y vuelves a mirar.
El caso es que disminuyo el paso,
convencida de que camina hacia mí, segura de sí misma –o al menos así la he
visto yo–, y según se acercaba me ha parecido que abría la boca para decirme
algo. Error. Ha pasado por mi lado sin inmutarse. No me conoce, no sospecha que
existo. Supongo que a eso le llaman “ironías de la vida”. Luego ya no he
pensado más, me he girado y me he puesto a seguirla. No me juzgues, sólo quería
ver que es lo que la hacía tan especial, que tiene que yo no tenga. Cuando pudo
no hacerlo, Luis la eligió a ella.
Es más flaca de lo que imaginaba. La
he visto comprar naranjas en la frutería, elegir sujetadores en la tienda de
lencería, rebuscar en su bolso para
coger el móvil. He oído su voz, su risa mientras hablaba con alguien. Me ha
jodido que fuera tan humana.
Cuando he querido darme cuenta eran
las diez. Me he olvidado de mí, de que tenía cosas que hacer y de una manera casi
mecánica he llegado a casa. Me he quitado el abrigo, he dejado las llaves
encima del mueble del recibidor –haciéndolas chocar con la madera, para que
hagan ruido como a mí me gusta– y me veo
escribiéndote para contarte que hoy he visto un fantasma de carne y hueso.
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