lunes, 21 de enero de 2013

Fantasmas



Estoy en las Ramblas a eso de las seis de la tarde, en dirección al mar, y entre todas las caras que se cruzan distingo la suya. Es curioso que en todos  estos años nunca antes me la haya encontrado, incluso empezaba a dudar que fuera real, pero ha sido fácil reconocerla. En movimiento, sus facciones no resultan muy distintas de las fotos que había visto en casa de Luis. Es una cara que podría dibujar de memoria. Siempre que iba a su casa y mi mirada se cruzaba con alguna foto de ellos en el salón, en el pasillo, en el dormitorio, rápidamente giraba la cabeza pero volvía a mirar de refilón. El mismo gesto instintivo que cuando vas sentada en el metro, levantas la vista y te encuentras con el paquete de un tío: te ruborizas, disimulas, pero la curiosidad te puede y vuelves a mirar.
El caso es que disminuyo el paso, convencida de que camina hacia mí, segura de sí misma –o al menos así la he visto yo–, y según se acercaba me ha parecido que abría la boca para decirme algo. Error. Ha pasado por mi lado sin inmutarse. No me conoce, no sospecha que existo. Supongo que a eso le llaman “ironías de la vida”. Luego ya no he pensado más, me he girado y me he puesto a seguirla. No me juzgues, sólo quería ver que es lo que la hacía tan especial, que tiene que yo no tenga. Cuando pudo no hacerlo, Luis la eligió a ella.
Es más flaca de lo que imaginaba. La he visto comprar naranjas en la frutería, elegir sujetadores en la tienda de lencería, rebuscar en su  bolso para coger el móvil. He oído su voz, su risa mientras hablaba con alguien. Me ha jodido que fuera tan humana.
Cuando he querido darme cuenta eran las diez. Me he olvidado de mí, de que tenía cosas que hacer y de una manera casi mecánica he llegado a casa. Me he quitado el abrigo, he dejado las llaves encima del mueble del recibidor –haciéndolas chocar con la madera, para que hagan ruido como a mí me gusta–  y me veo escribiéndote para contarte que hoy he visto un fantasma de carne y hueso.

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