El avión con destino a Barcelona está listo para embarcar. El finger que lo conecta con la terminal va
engullendo la cola de pasajeros que se ha formado desde hace ya un buen rato.
Al hombre occidental le entra la prisa en los momentos más insospechados –de
camino al trabajo, al entrar en un avión.
Una mujer se quita la americana, se
alisa la falda para sentarse y cuelga la chaqueta en el respaldo del asiento
anterior para sentarse y abrocharse el cinturón. Son gestos mecánicos. Lleva
tacones finos y medias oscuras. Inclina la cabeza hacia atrás y cierra los
ojos. El trayecto es corto y lo conoce de memoria.
Hay turbulencias. Las sacudidas del
avión la desvelan. Mira a su derecha.
Una coetánea se aprieta las manos entre
las rodillas. Entrelaza los dedos y empieza a murmurar. Está
rezando. Se frota la medalla que cuelga del cuello y cierra los ojos.
El avión aterriza por fin. Las dos
mujeres salen, una detrás de la otra. La ejecutiva que conoce el
camino de memoria se dirige a coger un taxi, en un gesto instintivo vuelve la
vista atrás y ve a su compañera de viaje que se abraza con alguien.